En defensa de la danza puertorriqueña
“La danza no ha perdido su antiguo encanto; no puede perderlo nunca, por extraños que sean las mutaciones que pueda sufrir el gusto popular.”
“En nuestro país se ha pretendido suplantar la danza arcaica, señoril y cadenciosa por otros bailes exóticos que ni cuadran en nuestro ambiente, ni dicen nada de nuestra personalidad como pueblo.”
La danza, género bailable de gran arraigo en Puerto Rico a partir de mediados del siglo XIX, fungió como recurso metafórico en un significativo número de obras literarias en la tercera década del siglo XX. Este corpus literariopretendía aquilatar la producción sonoro-musical de la Isla en búsqueda de categorizar y jerarquizar las múltiples manifestaciones musicales que coexistían en la cotidianidad pública y privada de Puerto Rico. Esta depuración textual de lo sonoro proponía a la danza como la metáfora idónea que amasaba la perfecta armonía racial de la puertorriqueñidad. Sin embargo, las cadenciosas melodías de la «arcaica danza señoril» languidecían ante el furor rítmico y acompasado de una sonoridad popular, desafiante y transgresora a la estética jerárquica que la elite letrada pretendía canonizar. Para una quejumbrosa y dislocada elite cultural, los atrevidos y altaneros boleros, boleros-son, congas, guarachas, sones y plenas representaban un tropiezo para el anhelado progreso hacia la modernidad.
Esta ponencia examina a los sectores más conservadores de la elite cultural puertorriqueña en su férrea defensa pública de la danza puertorriqueña durante las tres primeras décadas del siglo XX. En particular argumenta que el resguardo textual de la danza en libros, ensayos periodísticos y artículos especializados fue una respuesta impetuosa pero insubstancial de la elite ante la paulatina afro-caribeñización de las prácticas musicales de los sectores populares durante la década del treinta en Puerto Rico.[1] La danza, como recurso de identidad, fue más una quimera de la elite letrada que una atinada lectura de la multiplicidad sonora que bullía en las calles, cafetines y salones de baile en Puerto Rico.
Es a partir de los años treinta que la elite cultural puertorriqueña, aquella conformada por un grupo de profesionales universitarios, periodistas, ensayistas, y abogados—por mencionar solo algunas de las profesiones más conspicuas—, hijos éstos a su vez de una clase dominante que otrora vez concentró su base material en las pequeñas y medianas haciendas de café del interior del país, vieron mermar a pasos acelerados su hegemonía social y cultural luego de la invasión norteamericana al país.[2] No fueron pocos los que ante tal panorama enarbolaron la bandera de la puertorriqueñidad única, blanca; destilación idónea de una mezcla de razas que mucho tenía de español (entiéndase blanco) algo de indígena, y en definitiva muy poco de africano, negro. No debe de extrañarnos que se manifestara en los trabajos de Antonio S. Pedreira, Emilio Belaval, Trina Padilla de Sanz una férrea defensa de la danza, género musical que, ante sus ojos, simbolizaba la perfecta armonía racial. Fue a través de este género musical que la elite evocaba una amalgama única, y, como muy bien a propuesto Ángel Quintero Rivera, jerárquica, en reflejo de una pretendida normatividad social y cultural a tono con sus intereses. Lamentablemente, este proceso repercutía en la exclusión de elementos culturales negros considerados por la élite como un serio impedimento hacia la ambigua, pero, ansiada, modernidad.
No fue fortuito que haya sido en las páginas de la conservadora revista Puerto Rico Ilustrado que la elite cultural haya encontrado el medio idóneo para lanzar, por medio de una serie de editoriales publicados entre octubre y diciembre de 1937, una feroz defensa de la danza ante la embestida de géneros más populacheros. Sería posible, se preguntaba PRI “¿Qué se ha[ya] producido alguna mutación fundamental en la sensibilidad de nuestro pueblo y la danza, que daba en sus valores melódicos cabal expresión a nuestra personalidad colectiva, no reflej[e] ya la esencia de nuestra espiritualidad?”[3] Imposible, argumentaba solo unas líneas más abajo, “que los ritmos nuevos—alocados y vibrantes, de sacudidas violentas, exaltadores de júbilo y la sensualidad apague[n] nuestra devoción por la noble cadencia y la recatada sobriedad musical y el entrañado romanticismo de nuestras viejas danzas.”[4] La respuesta, según el PRI, era mucho más sencilla: la decadencia de la danza era producto “de un concepto de mal entendida modernidad.”[5]
Los editoriales de PRI apuntan hacia un insoslayable concepto de modernidad en el cual se subsumen las emociones a un ethos apestillado por la racionalidad. El cambio en el gusto por la música popular, acorde con los editoriales del PRI, es solo una moda pasajera e insignificante que “como se pone de moda un libro, un poema, un traje, una canción logra también aprisionar el gusto en un momento dado.”[6] Al enfatizar el carácter temporal en el gusto popular, los editoriales de PRI destacan la jerarquía naturalizada y atemporal de la danza. Podríamos inferir, entonces, que PRI procuraba apertrechar una identidad monolítica, fija, incapaz de ser afectada por el desarrollo de la sociedad en la cual se engendraba dado a “la sensibilidad individual y colectiva que profesa el pueblo a sus cosas típicas… [y] el aprecio por los valores tradicionales.”[7] Por el contrario, el editorial del PRI afirmaba que “la armonía quejumbrosa de la danza tiene en nuestro espíritu vitales resonancias, porque fue del alma de Puerto Rico, de lo más puro y más noble del alma de nuestro pueblo, que salió la danza como expresión de belleza, como voz de esperanza, como anhelo de la bienhechora gracia.”[8]
La preocupación expuesta en los editoriales del PRI se reiteró en el Festival de la Danza del 27 de marzo de 1938 y gestionado desde la Universidad de Puerto Rico por la profesora e investigadora Monserrate Deliz. Su objetivo era: “revivir nuestra danza… [que] aun“simboliza nuestra alma”. El fin del festival rebasaba los aspectos puramente musicales y mostraba inquietudes sociales semejantes a los editoriales del PRI. Semanas antes del evento, por ejemplo, los organizadores lanzaron una serie de preguntas puntiagudas que subrayaban los fundamentos socioculturales de la danza en la sociedad puertorriqueña de la época.
¿Qué impresión tiene usted de la danza? ¿Tiene la danza algún interés histórico, social o artístico? ¿La danza pertenece al pasado? ¿Pertenece al futuro también? ¿Surgirá en el futuro un compositor que se penetre en los secretos de la consciencia puertorriqueña, que considere la preponderancia rítmica y la inclinación melódica de los boricuas y que descubra las ventajas y desventajas de la limitación insular de nuestra tierruca y encuentre que en el idioma de nuestra danza es el único que puede expresar con sinceridad los sentimientos de los puertorriqueños?
Estas preguntas no sólo tenían la intención, si alguna, de resaltar las propiedades musicales del género, sino que pretendían abordar públicamente asuntos de índole social e histórica en relación al binomio música e identidad puertorriqueña. Las contestaciones no se hicieron esperar. Fernando Ruiz, estudiante de apreciación musical de la profesora Deliz, describió el sentimiento insoportable de patriotismo que cualquier autodenominado puertorriqueño debía sentir al escuchar las cadenciosas notas de la danza. “A el oyente, de acuerdo a Ruiz, le correspondía acudir al llamado patriótico y actuar "hacia la solución de los problemas de sus clases sufridas—del jíbaro y del obrero." [9] La danza como género musical se transmutaba en un concepto que aglutinaba los elementos de identidad fundacional y condicionante de la acción social y política. Era la sonoridad necesaria en la cual se afianzaba la idea, siempre mutante, de la identidad puertorriqueña. Quizás el llamado patriótico de Ruiz apunta a una candidez producto de una inexperiencia ansiosa de regeneración sociopolítica. Sin embargo, en esta visión idílica y romántica podemos entrever una resistencia cultural de gran raigambre histórica, pero, sobre todo, con gran visión de futuro.
La danza, sin embargo, no reverberó un sentimiento patriótico homogéneo. Otras voces cuestionaron públicamente a la danza como la sonoridad idónea de la puertorriqueñidad. Tomas Blanco, por ejemplo, apuntó a que la “danza es producto de épocas antes que de pueblos…es la forma más definida de nuestra música popular que ha sido más y mejor estilizada, pero la danza no es todo nuestro folklore.” [10] Nilita Vientos Gastón fue aún más lejos señalando, que la danza no es una exteriorización genuina de nuestra personalidad, y no puede serlo por la fundamentalísima razón de que no existe una auténtica y definida personalidad puertorriqueña”. [11] En un período donde la exaltación de la danza fue considera un acto patriótico, relegar la danza a los márgenes era un desafío abierto y transgresor de una identidad puertorriqueña homogénea. "Pedir la muerte de nuestra danza, como apuntó Manuel Martínez Plee en 1911, es pedir la muerte de nuestra dulce manera de ser criolla, es labor antipatriótica, sacrílega".[12] Para este autor la danza, era el “producto de la natural evolución de nuestros sentimientos y de nuestro temperamento”. [13]
Más, sin embargo, a la danza había que expurgarla de todo africanismo que riñera con el abigarrado discurso de blancamiento de la gran familia puertorriqueña. Este último fue artificio de una elite liberal en las postrimerías del siglo XIX en pos de crear una imagen de una sociedad equilibrada y armoniosa. No obstante, este constructo social encubría las fisuras, las divisiones y la poca movilidad social y participación política de los miembros menos afortunados de la sociedad[14]. La defensa de la danza conllevó, por tanto, conjugar un pasado remoto, que pudiera naturalizar jerarquías sociales, herederas de una sociedad de plantación, y, a su vez, librarla de su intrínseco pero indeseado africanismo. No debe sorprendernos, entonces, los esfuerzos de Monserrate Delíz en blanquear y defender la danza al apuntar que esta “no es de origen negroide,[si no que] surgió antes de que los ritmos africanos se estilizaran” La danza, de acuerdo a esta autora, “no se basaba en el tambor como en los aires antillanos ni en la guitarra o tiple como en las zonas rurales. E[ra] un producto típico de Puerto Rico. [15] La ausencia del tambor, como bien ha señalado Quintero Rivera y Luis Manuel Álvarez, apuntaba más a una estrategia socio-musical en la cual se encubrían los elementos rítmicos explícitos a través de los instrumentos melódicos. En todo caso, las estrategias retoricas de Deliz, suponían subsumir la experiencia de los seres humanos esclavizados y sus descendientes fuera de la identidad puertorriqueña.
Trina Padilla de Sanz, por su parte, describió el origen de la danza en los bailes rurales en donde se amenizaban a son del “tiple, la bordonúa, el cuatro, el güiro y la tambora.”[16] Esta descripción difiere del recuerdo de Jesús María Escobar, quien le apuntara en entrevista a recien fallecido musico y educador Don Gustavo Batista durante la década de 1980, que la típica orquesta de danza incluía, al menos, dos bombardinos, dos clarinetes, una trompeta, dos o tres violines y el güiro.[17] La amalgama de períodos históricos y la ecléctica instrumentación que Padilla de Sanz utilizó para explicar los orígenes de la danza muestran un enmarañado proceso de construcción de identidad en el cual se exaltaba al jíbaro, supuestamente blanco, como el arquetipo puertorriqueño, marginando, a su vez, los neoafricanismos musicales constitutivos de la puertorriqueñidad.
La defensa pública danza buscaba mantener simbólicamente un orden social y racial fundamental para el proceso de reconstrucción nacional. En este debate, múltiples voces, aunque no todas, reclamaron la danza como un auténtico reflejo de la sonoridad isleña. Este fue el caso de Antonio S. Pedreira, uno de los escritores más prolíficos e importantes de la época, el cual afirmó que la danza era "la afirmación más visible de lo que somos".[18] Sin embargo, otros intelectuales no reconocieron ni le atribuyeron tanta responsabilidad a danza, Martínez Álvarez argumentó que
“No fue nunca la danza puertorriqueña el ideal musical de las masas urbanas, ni el de las campesinas; era únicamente una válvula de escape de la clase media y parte de la rica de aquellos años…La danza nunca cruzó el vuelo nupcial por el lomo de Puerto Rico, ni movió las caderas femeninas de ébano de las costas. [19]
En la configuración de las identidades nacionales, la música fue un recurso idóneo de una elite política en el proceso de consolidación nacional. Sin embargo, la música siempre ha sido un referente escurridizo en donde la adscripción de una sonoridad particular a una identidad nacional es un ejercicio fútil. La imposibilidad de la élite de establecer la danza como manifestación musical por excelencia de todos los puertorriqueños demuestra como la música ofrece espacios sociales críticos a través de los cuales los grupos marginados se hacen parte, dialogan, aunque desde una posición desventajosa, en el continuo proceso de hegemonía cultural.
[1] Ver, Hugo R. Viera Vargas, “A son de clave: la dimensión afro-diaspórica de la puertorriqueñidad, 1929-1940” Latin American Music Review Fall/Winter, 2017, 38:1
[2] Angel Quintero Rivera, Conflicto de clase y política en Puerto Rico. 5th ed. Rio Piedras, P.R.: Ediciones Huracán, 1986.
[3] “Por los fueros de la música puertorriqueña” Puerto Rico Ilustrado, 30 octubre de 1937.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10]AGPR, Col. Monserrate Deliz, Caja 3, Exp 63.
[11]AGPR, Col. Monserrate Deliz, Caja 3, Exp 111.
[12] Manuel Martínez Plee, "Por la danza de Puerto Rico," Pica-Pica July 8 1911, p, 4.
[13] Martínez Plee, "Por la danza de Puerto Rico," p, 4.
[14] El concepto de la gran familia puertorriqueña ha sido trabajado en innumerables ocasiones. Recientemente, utilizado por Astrid Cubano Iguina, Arlene Torres, Arlene Dávila, Eileen Suarez Findlay, Noel Allende, Feliz Matos Rodriguez, Lillian Guerra, Solsire del Moral, Ileana Rodriguez, Jorge Duany y Frances Aparicio, por solo mencionar algunos.
[15] AGPR, Col. Monserrate Deliz, Caja 3, Sobre 2.
[16] AGPR, Col. Arístides Chavier, Vol. 9 [Photocopy of El Mundo, January 8, 1938].
[17] Jesus María Escobar, Interview by Gustavo Batista, March 1984.
[18] Pedreira, Insularismo; Ensayos de interpretación puertorriqueña.
[19] AGPR, Col. Monserrate Deliz, Caja 3, Opúsculo del Festival de Danza.