Historia Oral: Reflexión
All history depends ultimately upon its social purpose
Paul Thompson
Pensar y reflexionar sobre el pasado es una actividad inherentemente humana. Es un intento consciente por burlar la muerte, de transcender nuestra irrefutable precariedad vital. Este pensar existencial se parapeta y manifiesta desde el presente. No puede ser de otra manera. Es decir, los seres humanos hemos creado una diversidad de formas de recordar y representar el pasado que nos ha provisto de herramientas conceptuales para hacer sentido de nuestra existencia a través de tiempo. La oralidad fue el medio prístino a través del cual los pueblos y sociedades dieron sentido a sus pasados previo a la aparición de la escritura simbólica. Sin embargo, y a pesar de su centralidad por largo tiempo, la historiografía moderna ha tenido un relación ambigua y tensa con las fuentes orales; sean estas producto de tradiciones establecidas (mitos, épicas, proverbios, canciones etc…) o el producto del diálogo deliberado y consciente entre investigadores y testigos de hechos o procesos de interés histórico. ¿Qué vinculo, entonces, existe entre las tradiciones orales y la historia? ¿Cómo transformamos fuentes orales de diversa índole en evidencias para sostener argumentos históricos plausibles? ¿Qué criterios debemos utilizar en la utilización e inserción de la diversidad de fuentes orales en la narrativa histórica? ¿Qué herramientas teóricas y de método necesitan los historiadores para utilizar e interpretar el archivo oral? Inagotables artículos, tesis y monografías han dedicado cuantiosas páginas a estas y otras preguntas de mayor profundidad sobre lo oral y su utilización en la historia. Acá solo intentaré abordar estas y otras preguntas (quizás de un modo tosco) con el propósito de presentar un panorama general sobre lo que constituye los alcances y limitaciones de la historia basada en fuentes orales. De primera instancia abordo la relación entre las tradiciones orales y su posible utilización en la narrativa histórica utilizando mi trabajo de investigación. El segundo apartado girará en torno a la historia oral basada en la construcción de fuentes orales a través de entrevistas dirigidas, usualmente, en el marco de una investigación histórica.
Este no es el lugar para elucubraciones teóricas o filosóficas sobre que es la historia o cuáles son sus propósitos académicos o populares pero me parece imprescindible subrayar su carácter social y potencialmente transformador del presente y, sobre todo, del futuro. Esta propensión, desde mi punto de vista, permite alejarse de una historia descriptiva, insulsa, y en muchas ocasiones cómplice y legitimadora de estructuras e ideologías de poder antiquísimas que perpetúan desigualdades étnicas, de clase y género en las sociedades contemporáneas. La historia que utiliza fuentes orales o la llamada historia oral, permite, entre otras cosas, adentrarse en los intersticios más recónditos y subjetivos de los sujetos, brindando nuevas y poco investigadas perspectivas sobre hechos o procesos históricos. Sin embargo, no todas las fuentes orales fueron creadas con el propósito explícito de evidenciar o atestiguar sobre aspectos históricos. Ni tampoco la historia oral, como bien nos recuerda Paul Thompson (1978 [1988]) es necesariamente “un instrumento de cambio, eso depende del espíritu con que se utilice”.
Los historiadores orales han tenido que sortear todo tipo de obstáculos para utilizar las fuentes orales en sus trabajos de investigación. Una de las trabas más contundentes ha sido la sobrevaloración del documento escrito sobre el desdeño de la palabra hablada en la historiografía que se desarrolló a partir del siglo XIX. Gwyns Prins (2009) nos recuerda que “una de las consecuencias de vivir en una cultura dominada por la palabra escrita es el proceso de cauterización contra la palabra hablada a través de su menosprecio” (151). Las fuentes escritas, entonces, tomaron un rol protagónico en las narrativas históricas de las sociedades modernas. Su fijación material, existente y palpable le brindaba al historiador la confianza de que estas eran verificables, y, sobre todo, podían ser datadas puntillosamente de acuerdo al tiempo cronológico. No había duda de que estas existían y que estaban resguardadas en archivos donde se podían encontrar cientos si no miles de ellas. He aquí, además, la posibilidad de que estas pudieran corroborarse con otras fuentes escritas que compartieran el mismo tiempo y espacio sobre el tema de investigación.
Una de las críticas más incisivas sobre las tradiciones orales es la dificultad de estas en destacar puntos de inflexión que permitan una explicación coherentemente del cambio y la transformación de las sociedades en el tiempo. Sin embargo, como bien nos recuerda Prins “la continuidad es un fenómeno mucho más interesante y más difícil que explicar que cambio” (2009,152). Esto manifiesta, hasta cierto punto, la preponderancia en la historiografía tradicional positivista de las obras que versan sobre las grandes hazañas y los grandes hombres de la política nacional e internacional. La historia de bronce que pulula por todas las sociedades y naciones modernas. Además, los detractores de las tradiciones orales como evidencias históricas apuntan a que las tradiciones se abocan a temas tangenciales y de poca importancia. No se trata tampoco de reclamar que las evidencias orales son las únicas que posibilitan una perspectiva crítica ni que son las únicas que pueden atajar la invisibilidad de los grupos marginales en la sociedad. La historia social, por ejemplo, producida alrededor de la escuela de los annales fue un agente propulsor de nuevas miradas historiográficas utilizando fuentes escritas de diversa índole.
Las tradiciones orales, las cuales pueden utilizarse como fuentes y evidencias orales, suelen ser complejas y tomar múltiples formas para diversos propósitos, algunos de estos ajenos a la historia. El historiador belga Jan Vansina las define como “verbal statements which are reported statements from the past beyond the present generation” (1985, 27). No obstante su gran valor sociocultural las tradiciones orales como evidencias históricas requieren de un gran esfuerzo teórico y metodológico muchas veces insospechado. Estas, por ejemplo, no están al servicio de los intereses de los historiadores y toman su propio curso y valor según los contextos sociales y culturales desde donde se enuncian. Es decir, la intervención del historiador en transformar algunas de las manifestaciones de las tradiciones orales en evidencia requiere entenderlas y abordarlas desde su propia óptica y no intentar una lectura semejante al documento escrito.
En mis trabajos de investigación utilizo canciones (tradición oral), como un prisma para adentrarme y comprender aspectos puntales de la sociedad puertorriqueña en los albores del siglo XX. Estas canciones, producto del trabajo de campo del antropólogo norteamericano John Alden Mason, no fueron recopiladas con el propósito de ser analizadas por un historiador cien años más tarde, su propósito comprendía “una investigación de las características físicas de los puertorriqueños, una indagación sobre el folklore e investigaciones sobre las antigüedades de la isla” durante el mismo periodo de su investigación etnográfica en 1914 (Duany, 2009). Utilizar estas canciones, a las que llamé documentos sonoros, conllevó insertarlas dentro de una narrativa sobre la historia de Puerto Rico en general y en particular sobre aspectos de género y raza durante las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo la dificultad en su análisis estribó en que estas canciones no fueron creadas para ser analizadas como textos simples, sino que respondían a un mundo sonoro, a un lenguaje musical matizado por armonías, patrones rítmicos, tonos, timbres e instrumentación y, más aun, fueron parte de un performance determinado por el contexto cultural e histórico. Muy a pesar, mi análisis e interpretación de las canciones siguieron anclados al texto, a la palabra, toda vez que la evidencia que incorporé a la narrativa fue la transcripción de las canciones y no el todo (tonos, timbres, patrones rítmicos) que las constituye como canciones.
Alessandro Portelli (1991) apunta a que la “transcripción convierte a los objetos orales en visuales lo que inevitablemente con lleva cambios en la interpretación”. Una mirada a mis notas de investigación refleja mi frustración ante la imposibilidad de la palabra escrita en capturar la esencia de un performance ejecutado cien años antes. Entendí que la exclamaciones, las risas cómplices y burlonas solo podían ser parte de un momento único que las grabaciones solo habían podido capturar parcialmente y que las transcripciones limitaban aún más. Por ejemplo, un reducido, pero significativo número de canciones eran sexualmente explícitas y en muchas ocasiones misóginas. Sin embargo, ni en las notas de campo de Mason ni en sus comunicaciones con Franz Boas (quien estaba encargo del proyecto) se hace alusión al contenido de estas piezas. Me inclino a pensar, entonces, que estos músicos informantes se percataron que el joven antropólogo no dominaba el español de Puerto Rico lo suficiente como para advertir la insolencia y violencia contra la mujer que profesaban estas canciones. Paradójicamente Mason se quejaba en sus notas de campo que no había encontrado ningún jibaro que hablara suficientemente ‘bruto” y que todos sus informantes buscaban modificar su habla ante él. En este sentido, las tradiciones orales recopiladas no dejan de ser productos dialógicos creados por la decisión de quien escoge que tradiciones va a grabar y que cosas los informantes están dispuestos a decir y poner en acto frente al etnógrafo. Concuerdo, pues, con la historiadora cubanoamericana Lillian Guerra, la cual propone utilizar el folklore, incluyendo las tradiciones orales, como ‘expresiones creativas’ que se enuncian desde los sectores populares. Para Guerra, lejos de ser manifestaciones fosilizadas, estas expresiones creativas, al igual que la música, se reconfiguran en un intercambio constante entre diferentes sectores de la sociedad. Su propuesta adjudica, por tanto, un valor político y discursivo a estas ‘expresiones’ ya que permite a este sector “forjar espacios espontáneos en diversos entornos para el intercambio intelectual, debates, y la legislación de ideas” (1998,128). Las tradiciones orales posibilitan al historiador conocer espacios y perspectivas de grupos marginados o de poco acceso a la palabra escrita. No obstante convertirlas en evidencia histórica requiere de una intervención hermenéutica que las decodifique e inserte dentro de una narrativa.
Más allá de utilizar la tradiciones orales, la historia oral se ha basado, substancialmente, en entrevistas a personas que rememoran sus pasados a través de sus testimonios. La mayoría de las veces con el ulterior propósito de utilizarlas como evidencias en el marco de una investigación histórica. Paul Thompson subraya que en la medida que la “experiencia vital de todo tipo de gente puede utilizarse como materia prima, la Historia cobra una nueva dimensión” (1988, 13). Los historiadores, y en especial los historiadores sociales insisten en que toda explicación histórica debe reconocer la multiplicidad de evidencias (documentales u orales) y perspectivas contradictorias sobre el asunto histórico. La historia oral valida los testimonios yuxtapuestos a la documentación generada por el estado o a las instituciones del poder. Estos, a su vez, le brindan mayor complejidad y complementariedad a la comprensión del pasado. Me parece perentorio, empero, mencionar que las evidencias orales no sustituyen a las fuentes escritas si no que éstas deben utilizarse a contrapelo con una diversidad de documentos que permiten al historiador tener una mirada más completa del objeto de estudio.
Las entrevistas a profundidad producen testimonios sumamente ambiguos y complejos de comprender. Portelli (1991) señala que unas de las características más conspicuas que este tipo de fuente impone al historiador es la subjetividad del entrevistado. Y añade, “las fuentes orales nos dicen no solo lo que la hizo la gente sino lo que deseaba hacer, lo que creían estar haciendo y lo que ahora piensan que hicieron (43). Estas se constituyen en un contrapunteo entre el presente y el pasado. Son, ante todo, fuentes vivas y creadas en un momento y contexto histórico ajeno al que se recuerda. Lo que conlleva, por supuesto, a que el historiador no solo logre inferir cómo y qué estos sentían y pensaban en el pasado si no como éstos también lo conjugan en el presente. Las distancias y diferencias no son solo temporales tampoco. En los testimonios surgen silencios que corresponden más a la interpelación de discursos o ideologías en el presente que se contraponen a ideologías o actos en el pasado. Es decir, lo que se entendía que era correcto en un contexto histórico, luego de largos años de reflexión o silencio se considera errado. En estos casos, como apunta Portelli “la información más preciosa puede estar en lo que lo ocultan los informantes y en el hecho de que lo que oculten, antes que en lo que cuentan”. El historiador tiene el reto de congeniar lógicamente la narrativa testimonial (con todas sus ambigüedades y contradicciones) con su narrativa histórica producto, esta última, de su intervención e interpretación.
Ahora bien, el asunto de la memoria, es un asunto escabroso para esta breve intervención. Basta decir, por el momento, que la memoria individual es el instrumento que utiliza el entrevistado para darle una coherencia narrativa a su vida y, por lo tanto, a su relato. Esta es subjetiva, selectiva y se entreteje “también con los hilos de memoria ajena” (Sánchez Costa, 2013, 197).Lo que conduce a la memoria individual a entablar un diálogo con un nosotros colectivo y social. El reto en la construcción y utilización de estas fuentes estriba también en concretar un fino balance entre la subjetividad individual y el significado e inserción de esta en un entramado histórico más amplio.
La historia oral le brinda nuevos bríos a la interpretación del pasado y estas se amplían aún más si le añadimos que la historia oral rebasa los confines del mundo académico. En este sentido la apertura que brinda la historia oral no solo se circunscribe al método sino que abre nuevas líneas de investigación y representación del pasado. En América Latina, Europa y los Estados Unidos muchas comunidades se han apoderado de la historia oral para concretar y agenciar un espacio muchas veces denegado por el canon de los historiadores profesionales. Esto no solo coadyuva a democratizar nuestra comprensión del pasado pero además no fuerza hacer una evaluación justa de sus dimensiones éticas en aras de surcar nuevos caminos hacia el futuro.